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Bailar en el museo
Ana Gorostizu, autora de El arte sin órganos (La Caja Books, 2024), analiza la relación de extraña vecindad entre el arte contemporáneo y la música de baile.

Imagen de la autora, Ana Gorostizu.
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A finales de septiembre del año pasado se inauguró en CentroCentro una exposición que llevaba por título Madrid desde el baile. Allí, el comisario Massimiliano Casu propuso a sus visitantes dibujar una cartografía alternativa de la ciudad de Madrid siguiendo algunas de sus celebraciones a lo largo de la historia, estableciendo un diálogo apócrifo entre sus bailes, sus sonidos y sus cuerpos.
Me resulta especialmente interesante pensar esta muestra en paralelo a mis procesos de investigación y escritura, como si desde hace tres años o más hubiera algo intelectualmente infeccioso suspendido en el aire que respiramos: el virus de la fiesta. Este pequeño agente de desorganización orgánica busca que, desde las prácticas artísticas, historiográficas y literarias, comprendamos lo que nos sucede colectivamente al bailar. Casu eligió el comisariado; yo la escritura. Nos disputamos dos aproximaciones a una misma cuestión, dos territorios que entran en pugna por descubrirse como el lugar adecuado para responder a esta pregunta. ¿Es acaso el museo capaz de inspirar y recoger el tipo de comunión grupal que la fiesta y la música consiguen generar?
El museo y la galería son lugares de activación de la mirada. En su interior prima lo visual frente a los demás sentidos, tanto en las piezas que se muestran como en la construcción del espacio expositivo. Su disposición arquitectónica produce un distanciamiento en los visitantes, que dirige su mirada hacia lo que el comisario ha considerado relevante. Esta distancia existe ya en la propia actividad de mirar, porque para poder captar una imagen con todos sus matices debemos alejarnos de ella. No es únicamente la alerta del guardia del museo, que nos avisa cuando nuestra cercanía puede ser peligrosa para la obra, sino que, si me pego demasiado a un cuadro o una escultura, tan solo puedo percibir una pequeña parte de ese todo que muestra. Cuando me alejo un poco de la imagen, sus bordes se borran y aparece como una totalidad que intenta mirarme mientras yo la miro. Este juego estético cambia por completo cuando hablamos de prácticas sonoras.

Arca, ‘The light comes in the name of the Voice’, en la Bourse de Commerce. / Cortesía de Pinault Collection, Paris. Fotografiada por Léonard Méchineau.
El sonido es de una cercanía radical. Interpela mi corporeidad, resuena en lo más profundo de mis cavidades. Quiere que me ponga a bailar, que me acerque a los altavoces o que, del terrible rechazo que me provocan sus disonancias, me vaya de la sala. ¡Vaya diferencia! Frente a una imagen desagradable puedo cerrar los ojos, dejar de verla gracias a un pequeño movimiento imperceptible, que confirma la distancia abismal que había entre la obra y yo. La música, por el contrario, ataca todas mis células para ponerlas en movimiento. ¿Puede ser que, por eso, apenas escuchemos aproximaciones al arte sonoro o a la música electrónica de vanguardia dentro de nuestros museos? Es como si el espacio mismo las sacara hacia afuera: hacia teatros, salas, o clubs. Es como si el museo quisiera mantenerse en esa lejanía segura que implica la distancia de la mirada.
Simon Reynolds escribió en 2019 un artículo en la revista Pitchfork titulado The Rise of Conceptronica. Allí, el crítico musical se preguntaba por qué gran parte de la música producida entre 2010 y 2020 tenía más que ver con el circuito de arte contemporáneo que con el mundo del club. Yo, por el contrario, me pregunto si tiene sentido mantener viva esta división. ¿Por qué no bailar dentro de los museos, las galerías, o los teatros? ¿Por qué no subvertir la distancia que generan la mirada y la institucionalidad, convirtiendo estos lugares en emplazamientos de una celebración?

Arca, ‘The light comes in the name of the Voice’, en la Bourse de Commerce. / Cortesía de Pinault Collection, Paris. Fotografiada por Léonard Méchineau.
Hay muchos artistas que habitan la linde que separa el arte sonoro de la música electrónica. Su trabajo va desde la producción musical, el A/V, pasa por discotecas y cruza espectáculos de láseres en directo. Esta diversidad de aproximaciones y posibles espacios de exhibición (¿deberíamos llevar a Arca a un museo, a un teatro, a un club o a los tres?) me lleva a pensar que mantener la separación entre electrónica y arte contemporáneo no tiene sentido. No es casual que el festival internacional de cine Márgenes haya incluido en su cartel a la compositora Noémi Büchi con su Does it still matter, ni que haya clausurado con un DJ set de electrónica experimental. Tampoco creo que sea casualidad que esta pinchada haya tenido lugar en la sala Villanos y no, por ejemplo, en el patio del MNCARS. Si queremos hacer del museo un lugar de contacto con la comunidad, igual debemos empezar a bailar en su interior.
¿Por qué no empezar un viaje como el de Madrid desde el baile bailando? Bailar en CentroCentro. Bailar en la galería. Quienes tratamos de forma directa con el arte contemporáneo y la música electrónica nos planteamos a menudo cuáles son las posibilidades de creación de comunidad de nuestros espacios. Y, sin embargo, el museo, el teatro o la galería se cierran a que, como visitantes, actuemos en ellos. Se colocan en la distancia. Tal vez, si pudiéramos romper a bailar en estas instituciones, ellas dejarían de limitarse a mostrar y comenzarían a actuar como un virus, como una fiesta. Serían el punto de contacto con la experiencia estética que elimina, al fin, su distancia.
